LA ENCINA SAGRADA


La encina Quercus Ilex  es parte de una gran familia y  como en toda familia existen semejanzas y diferencias entre sus miembros. En términos generales los quercus hacen referencia a especies arbóreas con frutos en forma de bellota, Ilex, por su parte procede de ilicina que hace referencia al verdor, el roble a su vez, según una etimología,  debe su nombre a ciertos tonos rojizos, al hablar del roble (Quercus Robur) hablaríamos por lo tanto de rubor, o de rubí, aunque posteriormente por analogía, dado su gran porte,  designemos con su nombre lo robusto. De estos dos miembros de la familia podemos extraer algunas consideraciones previas, el roble es el hermano del norte, señor de los bosques continentales y fríos, la encina es el hermano que habita en las tierras templadas del sur, mientras el roble, dada su distribución es propicio a los cultos y simbolismos de carácter celta, la encina se llena de significados mediterráneos y es aquí donde la mitología griega tiene infinidad de cosas que decirnos.

Sin embargo, para iniciar nuestra historia debemos emprender un largo viaje hasta la antigua ciudad de Tebas en Egipto, “La ciudad de las cien puertas” según Homero, la capital del antiguo Egipto, la ciudad sagrada y morada de los sacerdotes de Amón. Hace muchísimo tiempo volaron desde allí dos palomas negras, y ambas se posaron sobre sendas encinas, una de las palomas fue a dar a Amón en Libia, la segunda se aventuró por las aguas del interminable mar para posarse en  un reducto sagrado de la antigua Grecia, que con el tiempo se dio en llamar Dodona, el viaje de la paloma inauguró así uno de los más importantes oráculos de la Hélade. El oráculo es por definición un mensaje o respuesta divina a una consulta, un lugar o un instrumento a partir del cual los mortales se comunican con los dioses. Los instrumentos del oráculo de Dodona no sabemos si eran efectivos, pero si que eran bellísimos: La disposición de las hojas de encina sobre el suelo, el rumor del viento en el follaje, el tintineo de artefactos de bronce suspendidos entre las ramas del Quercus más sagrado del lugar dedicado al mismísimo Zeus, aquellos sonidos  se convirtieron en las palabras mediante las cuales los dioses daban a conocer sus designios a los hombres.

Cuenta la leyenda que un día Éaco, uno de los hijos predilectos de Zeus y rey de la isla de Egina, agobiado por la sequía pertinaz que asolaba su reino y que diezmaba a su pueblo acudió al oráculo a buscar consejo. Zeus que ya había tomado posesión del lugar anunció su presencia con la voz del trueno. El agüero era favorable, los bosques de encinas son la morada del dios porque más que cualquier otro bosque atrae las tormentas. Animado por este presagio Éaco se atrevió a elevar su petición, Que mi reino vuelva a poblarse imploró el rey, dándome tantos súbditos como el número de hormigas que ahora veo portando granos de cereal de los almacenes de Dodona. No había viento ese día, pero las ramas de la sagrada encina se estremecieron ante la súplica del rey; era un susurro quieto y pausado, una respuesta, no sabemos si del tronante padre o de la madre encina.  Éaco sintió temor pero no huyó del lugar, por el contrario se acercó al árbol, lo abrazó y lo besó tiernamente. Aquella noche el rey soñó que desde el árbol caía una tupida lluvia, las gotas se transformaban en hormigas, y las hormigas en gentes, al despertar descartó que aquel sueño fuera casual, justo en ese momento del amanecer su hijo Telamón  le hizo salir para que viese una multitud que se acercaba y en ella reconoció los rostros de las mujeres y hombres que había conocido en el sueño y que acudían a poblar nuevamente el reino. Los bosques son generadores de vida, un sustento en torno al cual el género humano es capaz de subsistir y regenerarse, existen pocas historias más hermosas para contarlo.

Tanta fue la fama del encinar que en algún momento indeterminado de la historia mítica acudieron a habitarlo ciertas criaturas femeninas extrañas y escurridizas. No está claro su origen, algunos consideran que provenían del Jardín de las Hespérides, donde custodiaban las manzanas sagradas, otros creen que venían directamente del Olimpo, subyugadas por la belleza de los bosques,   lo cierto es que las ninfas dríades acudieron a Dodona y por extensión a todos los bosques de encinas que pueblan el mundo, ellas representarán ya para siempre la humedad, el aliento vital que retoza y serpentea entre la naturaleza sin dejarse nunca atrapar. Es muy difícil verlas y si alguien se aventura debe esperar a los momentos centrales del día cuando el sol está en su cenit, entonces quizá en alguna fuente, en el naciente de un arroyo, entre la umbría de un bosquecillo sea posible observarlas en sus juegos; mirarlas puede ser peligroso si atendemos a los cantos de Orfeo, porque de entre todas las dríades la más famosa es Eurídice, y mirarla puede ser a su vez una bendición y un castigo.


Hemos de viajar un poco más al norte de Dodona, a las selváticas tierras de Tracia para encontrar los orígenes del mito. La  historia de Orfeo y Euridice es bastante conocida, Eurídice es mordida por una serpiente cuando intentaba huir de Aristeo; irremediablemente herido por la pérdida de la ninfa dríade, Orfeo decide bajar al inframundo con el objeto de regresarla a la vida; gracias a lo melodioso de su voz y de su lira, Orfeo sortea mil dificultades hasta que logra presentarse ante el trono de Hades y Perséfone a quienes solicita el alma de su amada para llevarla con él; conmovidos por la belleza de su canto los dioses subterráneos acceden con una condición: En su camino de regreso Orfeo no podrá volver la vista atrás para constatar que Eurídice le sigue so pena de perderla para siempre; el cantor mítico debía esperar hasta que la luz del sol iluminara totalmente a su amada para poder mirarla al fin; ambos amantes se acercan a la salida pero en el último momento Orfeo no puede resistir la tentación de volver la vista atrás para constatar la presencia de la ninfa con lo cual acaba perdiéndola de forma irremediable.  Dos cosas merecen ser rescatadas de este mito para ahondar en el tema que nos ocupa de la simbología mítica de la encina, la primera es que las dríades, a pesar de su naturaleza semi divina, no son inmortales; no es el caso de Perséfone que  perece por la mordedura de una víbora, pero en general las dríades mueren cuando muere también la encina en la que moran, algo de su substancia vital está estrechamente ligada al árbol que las cobija, pero el relato también nos lleva a la existencia de las llamadas divinidades ctónicas o telúricas, se trata de divinidades pertenecientes a la tierra, el término hace referencia a los dioses o espíritus del inframundo o del interior del suelo,  no todo es oscuridad en aquellos mundos, de hecho la profundidad de la tierra es garante del resurgir periódico de la vegetación con el movimiento de las estaciones. Cuando Orfeo desciende al reino de Hades se encuentra a su lado a Perséfone, eso nos demuestra que el descenso a los infiernos debió tener lugar en los meses otoñales o invernales, porque como sabemos, Perséfone puede salir del submundo en primavera para propiciar con su presencia o resurrección, la proliferación de la vegetación y el verdor. En otras palabra la mitología griega es una poderosa constatación de la importancia de la tierra y el suelo para la regeneración de la vida, se trata del principio descubierto con la agricultura según el cual la semilla debe desaparecer y ser enterrada a fin de asegurar su poder germinativo.  Cierto es que la ninfa dríade Eurídice no puede ser considerada en sentido estricto una divinidad ctónica, pero el hecho de estar vinculada, al igual que sus hermanas,  al culto de la encina y haber emprendido, aunque de forma incompleta, el viaje desde el inframundo la reviste de atributos que sólo pueden ser asociados con las divinidades regenerativas del subsuelo. Es interesante no obstante observar que en los bosques densos de encinas, las ramas jóvenes nacen en la umbría, apenas tocadas por el sol, como Eurídice en ese momento trágico en que el impetuoso Orfeo volvió hacia atrás la mirada.

No podemos finalizar este análisis de la simbología asociada a la encina sin volver al carácter oracular o de revelación de este árbol tan particular; la revelación implica de alguna forma la palabra o al menos la comunicación. ¿Hablan las encinas desde un punto de vista mitológico? La respuesta es un absoluto, si.  Es Platón en el Fedro quien afirma: “Es una tradición estimado amigo, del santuario de Zeus en Dodona que de una encina salieron las primeras revelaciones proféticas” y Ovidio en La metamorfosis: “La región de Dodona con sus quercus parlantes”, por su parte según Apolodoro,  Atenea puso en la proa de la nave de Jasón y los argonautas “un madero dotado del don de la voz” que la misma diosa había tallado con sus manos y que procedía precisamente de una encina nacida en el bosque sagrado de Dodona.
Es interesante considerar que el carácter comunicativo de la encina no se circunscribe al mundo helénico y encontramos excelentes ejemplos en la mitología semítica, bástenos un par de ejemplos para ilustrar el carácter oracular de la encina en el contexto bíblico: “Atravesó Abraham el país hasta el lugar de Siquem, hasta la encina de Moré …Entonces se apareció Dios  a Abraham y le dijo, a tu descendencia daré esta tierra” Génesis 12: 6, o bien: “Gaal volvió a hablar diciendo: Mira que baja gente del ombligo del país y una compañía viene de la encina de los adivinos (Elon Meonenum)” Jueces 9:37.

Habremos de volver a la encina en sucesivos capítulos, tal es la importancia simbólica y mítica del árbol, pero hemos dejado al hermano del norte, el roble majestuoso esperando y es menester que le dediquemos algunas palabras, para ello deberemos transitar por las tierras misteriosas y, si tenemos suerte, pobladas de las ramas doradas de los celtas.


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