Los bailarines de Kronvalda. Una reseña por Juan Ceyles Domínguez

Kronvalda es un territorio lejano, tan lejano como una novela. Sus bailarines danzan fuera de su reino...O, mejor dicho, esta ópera prima de Miguel Ruiz Trigueros es un lugar a una distancia caprichosa -corta o excesiva- como lo es el tiempo según lo mide cada cual. Así, toda novela es una geografía con múltiples accidentes y temperaturas, con sus husos horarios y con sus terraplenes, con su propio catálogo de insectos, frenazos e inexactos carrusseles; todo girando entre el ojo y la pluma. "Los bailarines de Kronvalda" es un tren que se autorrecorre por dentro destripando pretéritos ajuares; pretendiendo hallazgos bárbaros (extranjeros) cuando se trata, no más, de puro ritual de reconocimiento de los propios huesos y telares. Tal es, entiendo, su último propósito. ¿Qué busca el escritor con tal empeño, capítulo a capítulo; un vagón tras otro? ¿Qué pretende, con este Diario Novelado? ¿Es un turoperador que nos planifica estancias y distancias? ¿o un agente secreto que juega a despistarnos? Sencillamente, definitivamente, un insomnista sobre la cuerda, sobre los renglones cotidianos. Estamos ante un flagrante caso de personaje en busca de autor (una indagación, una pelea consigo mismo) que va realizando/transformándose en continuas adaptaciones a una propia inquietud, a veces pasiva, a veces conspirativa. Sus ojos borran la tinta de la memoria; la pluma a veces, a veces el ratón, resbalan sin maculatura sobre sus cuantísimas resmas, sus extensísimos desiertos de papel, dejándolas intactas. En ese borroso paisaje zigzagueante, el personaje no acaba de "posarse" en ninguna rama, en ningún tejado; no acaba de interesarse, de confiarse a nada. Brusquedades en el infatigable deambular, cambios continuos de acera. Inquietas y continuas excursiones que dificultan seguirle la pista. Guerrea contra las máquinas, contra los gigantes aspados en su delirio cotidiano, en una milagrosa existencia. Una curiosa filosofía que trastoca los órdenes y crea vasos comunicantes entre tan distantes paradigmas. Abriendo continuamente caminos que apenas comienzan y ya acaban. Es esta novela, como un túnel que no encuentra salida. En esta geografía palpita la ansiedad del personaje por recomponer su propia vida. Y no para evadirse, sino precisamente para encontrarse. Nos reconocemos en ello. Compensar en sus calles, en sus paradas lo que se nos negó en la vida real. Pero, sobre todo, recomponer para confirmarnos: allí estamos esperándonos a nosotros mismos. Se desgrana la precisión. Ausencia de estilo por sus paredes: un rostro opaco, ningún aparente control: Ella -la novela- baila sola. Parece la estrategia más apropiada para que adquiera vigencia la nostalgia, la añoranza. Recuperación de una sed urdida en esta escala en la que el azar vuelve a ejercder su absoluto dominio. El autor, más que escribir, detallar, consignar... va borrando los equipajes, des-escribiendo, arrancándoles su identidad, dejándolos irreconocibles para propiciar el acceso de aquella otra realidad errática que constituye su pasado. Una realidad repudiada. Porque la realidad que quiere encontrar es sencilla y universal; una sencillez ecuménica en la que se reconocen las olas y sus arenas utópicas. Apenas permite integración; escrita a ráfagas... mantiene un "tiroteo" contra el tiempo y las tinieblas. El punto, que parece lejano, está sin embargo muy cerca, aunque haya tanto que caminar para alcanzarlo. Pretende recuperar la obviedad, el detalle íntimo que no expresa otra cosa que eso mismo; sin pretensión, sin simbolismo, sin aspiración, sin trascendencia: la vida como es, como pica, como duele; en su exacta dimensión; sin literatura, sin misticismo; despojada de todo, en su justa decepción. El elemento autobiográfico puede ser (habitualmente lo es) trasunto, "esterilla" de fondo... Pero nunca aparece tan invasora la personalidad del narrador; perturba el equilibrio de la obra, su propia "soltura", que pertenece al mundo descrito y a los personajes. Es como si la novela hubiese estado escrita y, luego, la realidad la hubiese ido devorando. Una continua transfuncionalidad entre lo accesorio y lo esencial; los movimientos de los documentos, de las personas...; los viajes en avión, los "viajes" de la memoria, saltos rítmicos y alteraciones del tiempo: no existen dominantes ni prevalencias: ninguna estructura. Los excursos atolondran el hilo narrativo, sometido a un continuo vaivén intempestivo, como la más cruda meteorología. El relato en primera persona impide crear esa aparente "distancia objetiva". Así, en el cuerpo a cuerpo, el autor indaga como en un mundo de fantasmas, de seres incosistentes, y va abriéndose paso hacia una lejana memoria semiborrada. El autor escribe como si se tratase de un triunfo; como el camino de la superación de todos los fracasos. Como si escribir fuera igual que pasear bajo la lluvia, gotas de literatura; toda la lengua convertida en agua que se derrama, esperando una salida indemne. La obra es en sí una consecuencia, que comportará otras nuevas consecuencias... El "qué" es siempre verdad; tan verdad como la vida misma; ¡se hace difícil de "erradicar"! Por eso podemos intentar comprender la obra sin necesidad de compartir la vida; sería tal vez imposible. El "qué" pertenece a la experiencia que golpea; el "cómo" a la voluntad de transformarla. Y es, paradójicamente, menos aprehensible. Parece que lo cogemos, y continuamente se nos escapa; ésa es la magia que crea la obra: nos hace volver de nuevo al espejismo. Y es tan verdad como el alma del escritor, o tan inverosímil. El escritor busca la ficción para vivir de nuevo su experiencia, par encontrar de nuevo la oportunidad de acudir a aquellas rampas de la memoria. Pata recomponer su pasado. Para resolver lo que entonces no pudo. Pero, la vida se le impone como calcada. Busca su estilo, con el que modular la realidad a su imagen y credo; porque la realidad carece de estilo; la realidad no pertenece a nadie mientras alguien no le imprime su carácter, le planta cara, la marca, la hace vivir bajo su nombre y circunstancia; la hace saltar como un tigre a través de su aro de fuego, de su coraje de domador. Pero sabe el autor que es imposible reanudar, ni recomponer. Revivir y confirmar, ésa es la regla de esta gramática particular. El autor busca la ficción para vivir de nuevo y conservar viva su memoria, con su propio marchamo, con su aceptación. Quiere hacerla digerible y asumible a su conciencia. Y es entonces cuando aquella realidad -toda entera- sin moverse de su sitio, se transforma ética y estéticamente. Sólo así la hace suya y nos la envía; nos la entrega con su estilo, con sus muecas, con el color y tono naufragante de sus ojos. Entonces, ya nos resulta familiar, nos recuerda algo de nosotros mismos, porque en ese momento, el escritor está rompiendo esa distancia. En barcos, en trenes repletos, marchamos al exilio. Recordamos los brazos agitados, lejanas banderas descoloridas. No hay ni viento en la fotografía... Buscamos aquel tesoro perdido. Y vamos olfateando de un sitio para otro, hozando angustiada nuestra alma como un perrillo huérfano. En este oscuro patrimonio, el autor espera siempre la llamada del amor, como un signo de salvación; parece que en su batalla vertiginosa se abrazan la vida y la muerte. Y en los ojos de la persona que amamos vemos fugazmente nuestros ojos en el precipicio de la soledad. Es difícil el encuentro; dura unos pocos segundos la culminación del paradigma: entonces compartimos durante una infinita brevedad ese abismo. La verdad es que una novela nada tiene que ver con la realidad. Eso que está afuera y que decimos que tiene extensión infinita de espacio y tiempo. El escritor busca una verdad de dimensión desconocida; escalando y volviendo a escalar tras la caída. Sabe que lo que busca no está en las palabras, pero se insinúa tras ellas. No hay continuidad entre literatura y realidad. La literatura es siempre un continente por descubrir, lleno de exploradores y de espías. ¡Ay de quien presuma su conquista! Pequeños indicios que abren el camino de numerosas sospechas; la sospecha que cada cual lleva dentro. O la esperanza de vislumbrar algo que nos permita seguir buscando. Ni siquiera es un lugar la literatura; es un resplandor, una opacidad (según la persona, el momento), una lágrima que quiere ser encuadernada. No, imposible de encuadernar la literatura. En sus hojas machacadas, pisoteadas, agujereadas por gusanos... Nada tienen que ver con los libros la literatura. Ellos pueden arder en el fuego, lo mismo que las brujas. Kronvalda está tan lejos como esa novela, pero más allá. Este libro de Miguel Ruiz Trigueros es un Diario, y un Diario es un ensayo continuo, insistente, incansable; como un martillo a favor/en contra de la memoria, golpeando en la contradicción de vivir y escapar. Como en todo Diario, se esconde la trampa de la literatura. ¿Qué hacía yo subido en aquel tren? -se pregunta el protagonista de este libro- Acomodado en el vértigo -confiesa- "Las palabras pueden ser puertas abiertas o laberintos indisolubles o con salidas inesperadas" como ésta.

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