Los bailarines de Kronvalda

La escultura más bella del mundo está en los jardines de Kronvalda en Riga. No existe maleza alguna que la circunde. Las formas humanas no parecen estar allí amenazadas por la vegetación sin misericordia. Nada parece detener el vuelo de los tres bailarines que tomados de la mano evolucionan hacia un punto que, aunque lejano, no parece en absoluto superarles. El sol de una mañana de otoño templada y luminosa derrite la delgada capa de hielo que la noche ha acumulado en sus hombros, en sus cuellos y en sus brazos de contornos imposibles. Los bailarines simplemente danzan en el aire tibio de la mañana, se convierten ellos mismos en aire, liberados de los últimos residuos del frío.

Francisco y yo nos hemos sentado en una banca del parque, justo enfrente de la escultura. Los árboles y arbustos están en pleno esplendor otoñal. Casi instintivamente he empezado a coger hojas secas, y a prensarlas torpemente entre las páginas de un libro. No importa el título, aunque se trataba de la versión original en inglés de cierta biografía de Currer Bell. Una mujer mayor se nos acerca. Nos abraza con la ternura de quienes se conocen desde siempre. Trato de descifrar su rostro. No conservo una memoria definida de él. Podría tratarse del rostro de cualquier mujer mayor. No sé si sus labios helados se posaron una vez en el revés de mis manos. Tampoco me importa. Dejamos a los bailarines suspendidos en el aire. Una de las figuras se ha soltado de las manos. Inicia el último vuelo, el más inverosímil de todos. Existe en ella, algo que podría pasar por una cierta soledad. Caminamos las dos o tres calles hasta la Centrālā Stacija y tomamos el tren hasta la estación de Melluzi, al lado de las playas infinitas de Yurmala. Las dunas de arena finísima casi llegan hasta la puerta de su casa. Una casa de madera pintada de celeste y con techos herrumbrados de zinc que bien podría pasar por tropical de no ser por los abetos que la circundan; una casa de cuyas paredes penden retratos de un rostro que nunca he visto y que sin embargo, me es extrañamente familiar. Ha llovido durante la noche y la arena está húmeda. Los rostros se confunden y únicamente permanecen nuestras huellas como grabadas en cemento.

Escribo estas últimas líneas en el vuelo entre Gatwick y Málaga. Hace unos minutos eché unas monedas en un ordenador de la sala de espera para leer mis últimos mensajes. Había un e-mail de Luisa. Me agradece que haya pensado en ella para este viaje a Riga. Lamenta no haber podido acompañarme: “En cierto modo es mejor que lo hayas hecho solo”, me decía. “...Espero con ansiedad que me cuentes como te ha ido”. El otro mensaje ya lo conozco. “Tengo la solución a todos vuestros problemas”. En esta ocasión el autor si se identifica. Es un periodista del Jornal de Negocios de Lisboa. ¿Por qué razón absurda considera que dispongo de información que puede serle útil, sobre las actividades ilegales de Trinidade & Gayo? La vista oral va a celebrarse dentro de poco no obstante, me siento relativamente tranquilo. No me presento en calidad de imputado sino de testigo. He repasado mentalmente todas las previsibles preguntas de Espejo. Creo no haber dejado ningún resquicio abierto, pero también es posible que no me quede más remedio que terminar poniéndome en contacto con el periodista portugués.

Lucía ha regresado hoy mismo de sus vacaciones con los niños. Abriré la puerta de la casa. Pondré mi equipaje junto al suyo. Los aromas de viajes que no realizamos juntos se mezclaran en el salón. Las hojas del Parque de Kronvalda se unirán a las de Luarca en composiciones vegetales capaces quizá de detener el tiempo. Sé donde se encuentran. Es una especie de tradición familiar. Después de cada viaje a un lugar de mar, solemos irnos a una playa cercana. Los niños descubren que el mar es el mismo que disfrutaron, la misma arena, el mismo viento modificando impasible las dunas. No es tanto lo que han dejado atrás. Nunca se dejan atrás demasiadas cosas.



Caminaremos como otras veces por la tierra de nadie de la orilla. Quizá sintamos que nos seguimos queriendo, aunque descubramos poco a poco que los ríos de nuestras vidas desembocan en lugares imprevisibles y distantes. Acaso amar sea poco más que eso: Caminar con una persona que apenas conocemos por una playa que parece no acabarse, por una ciudad desconocida que abre pequeños secretos a nuestro paso, por un campo extraño con árboles o sin árboles, donde recolectamos hojas y florescencias con la esperanza de que al secarse, sean capaces de secar también la tarde en que las recolectamos; caminar lentamente con otra existencia de la que ignoramos su origen y su desenlace, otras vidas a las que solamente nos es posible asomarnos, durante la insignificante duración de un brevísimo trayecto sobre la arena.


Granada, 15 de febrero de 2003

Comentarios

  1. Es un don poder describir así lo que todos hemos sentido alguna vez. Miguel tiene la facultad de desenredar el nudo de nuestras confusas emociones y recuerdos....

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  2. "Acaso amar sea poco más que eso: Caminar con una persona que apenas conocemos por una playa que parece no acabarse, por una ciudad desconocida que abre pequeños secretos a nuestro paso, por un campo extraño con árboles o sin árboles, donde recolectamos hojas y florescencias con la esperanza de que al secarse, sean capaces de secar también la tarde en que las recolectamos; caminar lentamente con otra existencia de la que ignoramos su origen y su desenlace, otras vidas a las que solamente nos es posible asomarnos, durante la insignificante duración de un brevísimo trayecto sobre la arena"...

    Amar, como el paseo por una playa que parezca no tenga fin. Me ha gustado mucho la imagen, tal vez por mi predisposición a perderme por los arenales infinitos y casi siempre solitarios que rodean la ciudad en la que vivo... o porque, siempre que no se interpongan acantilados, pienso que el amor sólo se encuentra en el horizonte, donde mueren los astros y las playas infinitas.

    la comentarista anterior ha dado en el clavo: se podría decir más largo, pero no con mayor precisión.

    Todo un lujo, todo un placer, pasarse por este rincón luminoso.

    No quiero romper el tibio silencio de está página... me voy ahora sin hacer ruido.

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