Orson Welles y Ernest Hemingway. Apuntes sobre una afición compartida.




Es posible que el origen de sus diferencias pueda rastrearse hasta aquella tarde en un hotel de Madrid cuando las tropas nacionales asediaban la ciudad y los republicanos se aprestaban a defenderla hasta la muerte. Las bombas caían en ese momento sobre las trincheras de la Casa de Campo y toda la ciudad respiraba ese aire numantino y trágico que intuye lo inminente. Hemingway discutía con su amigo, el cineasta Joris Ivens los detalles sobre su documental partisano “Tierra de España”. Hemingway había redactado el guión y faltaba una voz para la narración. Casualidad o no Orson Welles también se encontraba en Madrid. Alguien lo sugirió como posible narrador y Welles se presentó en el hotel una tarde donde fue recibido por Ivens y Hemingway detrás de una mesa abundantemente surtida de copas de Whisky. El desencuentro entre los dos norteamericanos no pudo ser más elocuente. Todo parece indicar que fue Welles quien inició las hostilidades: “La narración es demasiado farragosa”, dijo, “Hay frases demasiado cargadas y pomposas, si habéis pensado en cosas como “los rostros de los hombres que se enfrentan a la muerte”, deberías, saber que los rostros de esos hombres en la película serán sin duda alguna, mucho más expresivos que esas palabras gastadas, y agregó, “¿No sería mejor simplemente mostrar esos rostros sin palabras añadidas?”. Como era previsible, Hemingway estalló ante tal desfachatez. Sus argumentos no fueron más comedidos que los de su interlocutor y paisano. Como sabía que Welles venía de dirigir el Teatro Mercury, lo que hoy llamaríamos un teatro experimental, Hemingway argumentó sobre lo inadecuado de la voz de Welles, tildándola de demasiado aterciopelada como para narrar una contienda de “hombres” para luego soltar a bocajarro un: “Ustedes afeminados jovenzuelos del teatro ¿Qué sabéis de la guerra auténtica?. Fue más allá traspasando todos los límites: “Tu voz suena como la de un chupapollas tragando”. El resto de la anécdota es incierto aunque podemos imaginarlo. Aparentemente Orson Welles imitó ciertos gestos femeninos burlándose de Hemingway e ironizando respecto a su hombría. El futuro Premio Nobel se armó de una silla, acto que fue imitado por Welles. Fue posiblemente la intervención del estupefacto Joris Ivens lo que condujo a un precario armisticio firmado entre generosos vasos de whisky. La herida estaba ya sin embargo abierta y jamás llegaría a cerrarse.

La anécdota no es intrascendente para el tema que nos ocupa. Ilustra dos formas distintas de entender algo que a la postre, terminaría uniendo a los dos colosos. Amantes ambos del mundo de los toros, cada uno lo entendió a su manera, cada uno sacó sus propias conclusiones. Se dice de las grandes obras de arte que pueden contener diversas lecturas. La obra de arte, cuando lo es realmente, por definición es compleja. Entendiendo la corrida de toros como un acto esencialmente artístico (Los entendidos sabrán perdonarme tal simplificación) puede afirmarse que la complejidad es uno de sus atributos más notorios. A través de sus obras y de su forma de moverse por la vida, quizá sea posible extraer algunas conclusiones de lo que para uno y otro hombre, significó esta fiesta a la que ambos dedicaron buena parte de sus existencias y de sus actos creadores.

El mismo Hemingway hablando de su literatura expresó en cierta ocasión que el secreto de su éxito como escritor residía en no saber escribir. La declaración puede resultar un acto de humildad, pero no es cierto. Ese “no saber escribir” al que alude no es ni más ni menos que la irrupción de una nueva forma de escribir de la que Hemingway era consciente. Un estilo basado en las frases cortas y contundentes que otorgaba a sus novelas un aire tan directo que no se alejaba demasiado del estilo periodístico. En Hemingway parece tomar forma lo directo, lo eficaz, sus escritos son como manifiesta el personaje de María en Por quien doblan las campanas, hablando de las montañas: “En ellas sólo hay dos direcciones, hacia arriba y hacia abajo” Hemingway aborrece el circunloquio. Sus escritos son esencialmente masculinos. Su visión del mundo de los toros es prácticamente equivalente. Una vez dijo que iba a España a ver algo “simple y bárbaro”. Aquí viene y se enamora de los toros pero siempre, hasta el final de su vida, representaron para él la sacralización del eterno masculino. Se interesa por la técnica del toreo, el nombre de los diferentes lances, sabe diferenciar entre los naturales de perfil y los naturales ayudados de su amigo Antonio Ordóñez. Pero por encima de todo le interesa ese enfrentamiento con la muerte que no tiene nada de ambiguo, esa lucha simple y descarnada que es lo más evidente cuando se acude a una tarde de toros. Lo más obvio que le ofrecía, dicho sea de paso, aquel “Ruedo Ibérico” del que hablaba Valle Inclán y que es precisamente el que se encuentra a su llegada a España. Lucha masculina en toda su crudeza ancestral y fratricida; carnaza para militares y nacionalistas de todo pelaje.

La voz de Orson Wells es aterciopelada. A diferencia de su compatriota y contemporáneo se mueve en el mundo de los matices. El terciopelo admite destellos de sol y de sombra como la misma plaza. Hemingway es siempre fiel a sí mismo; Welles, por el contrario es una sucesión de personajes que buscan un objetivo común que se les hace esquivo. Welles es Otelo, es Falstaff, es la palabra misteriosa del ciudadano Kane, cuya comprensión constituye por sí sola el sentido de toda una existencia; se mueve en un universo shakespireano que admite fácilmente la ambigüedad. Es así como descubre que el mundo de los toros es un terreno abonado para lo ambiguo. Las imágenes taurinas se repiten en sus obras siempre revestidas de un halo esencialmente sexual. El toro es masculino por naturaleza, el torero no siempre lo es y ahí estriba la ambigüedad de la fiesta. Al toro negro y macho de pitones siempre enhiestos, el torero contrapone un mundo que no es estrictamente varonil. Un mundo de colores y de formas que juega con la muerte, pero esencialmente con la vida. No es casualidad que en un momento dado en su finca de California busque a un torero mexicano para que le enseñe suertes con una vaquilla a Rita Haywarth, tampoco es casual que el colosal director de cine celebre como una revelación, la aparición de la torera Conchita Cintrón. Aquel acontecimiento ponía de manifiesto una idea largamente acariciada. Si el toro es el representante supremo del principio masculino sobre la tierra, entonces sólo puede ser derrotado por una mujer. Fiel a este principio llega a calificar a la torera como “Caballero sin armadura”; frase que constituye en sí misma un monumento a lo ambiguo.

Hemingway se pega un tiro en su casa de Idaho. Su muerte es la constatación de que las montañas solo pueden subirse o bajarse. Tocaba bajar y decidió despeñarse por una ladera. No había otra salida; la vida no admite circunloquios. Orson Welles muere de muerte natural, casi podría decirse que a condición de que sus cenizas reposen en un pozo de Ronda. La decisión tiene algo de prestidigitación taurina. Ronda y Antonio Ordóñez también significaban para él algo muy profundo, una especie de símbolo quizá. Mientras Hemingway opta por una muerte que tiene algo de torero en su libre aceptación, Welles escoge hacerse uno con esa tierra donde se escenifica el toreo mismo.

Cerremos con otra anécdota. Años antes el guionista Peter Viertel le preguntó a propósito de “The Sacred Beasts” quien era el anciano enamorado de los toros si Hemingway o él mismo. “Ambos” respondió Welles y después guardó silencio.

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