LA REVANCHA DEL OLIVO



Ya decía yo que esto de la globalización, llevaba gato encerrado, o mejor dicho “mosquito encerrado”. Nunca se puede saber qué será más peligroso. Pues un gato, ya se sabe, va normalmente a lo suyo y mientras no se le busquen los tres pies, hay poco de qué preocuparse, pero un mosquito es otra cosa. Para empezar el animalito es capaz de producir los más terribles insomnios, cosa que muchas veces ni las peores conciencias son capaces de provocar. Sin ir más lejos he oído de cierto especulador inmobiliario que después de decidir la quema de un monte para hacerlo urbanizable, duerme como si tal cosa, pero ¡hala!...basta que se cuele un mosquito en su cuarto para que corra el peligro de pasar la noche en vela, a menos que le dé caza. Esto indudablemente ya dice bastante del insecto y de sus evidentes efectos sobre los humanos. Que yo sepa Aristófanes fue el primero en teorizar al respecto. Para el padre de la comedia griega, el sonido perturbador del bichito, no provenía de su aleteo vertiginoso, sino de la insuflación de aire a través de la boca, que luego era expelido a gran velocidad por la abertura que el lector sabrá intuir, produciendo no sólo el sonido característico, sino a su vez el desplazamiento del insecto. En otras palabras el zumbido de los mosquitos era para él un fenómeno básicamente intestinal. Von Brown, a quien debemos el principio mediante el cual los cohetes (y los mísiles) surcan los aires, debió haber leído a Aristófanes, quien además del padre de la comedia griega, debería ser reconocido también como el padre, o a al menos el abuelo, del principio de acción y reacción que tanto sueño ha robado a la humanidad desde su aplicación con fines militares. Pero claro el lector se preguntará, con absoluta justicia, qué tienen que ver los mosquitos con la globalización, y yo le responderé que mucho: Resulta que en las aduanas de medio mundo parece que no solamente se acumulan textiles y objetos diversos elaborados en China y demás países del Sudeste Asiático. Entre estos productos, fabricados a muy bajo coste, y parece que específicamente entre las cavidades de las ruedas neumáticas (Si...si...neumáticas como el zumbido de los mosquitos), viaja la larva del conocido como mosquito tigre; un insecto terrible donde los haya, pues parece que además del riesgo de transmitir enfermedades, posee un picotazo extremadamente doloroso, que según los expertos es capaz de penetrar incluso la ropa...O sea la tela de la ropa. Y claro yo que soy mal pensado por naturaleza, y ante la evidencia de que textiles y mosquitos tigre, provienen del mismo lugar del planeta, no puedo sino pensar que existe un contubernio entre insectos y exportadores de tela para hacer padecer a occidente todo lo que se pueda. Se trataría por lo tanto, de un complot largamente planeado y que requería del capitalismo para materializarse. Es como si el antiguo guardia chino de la revolución le hubiera dicho al rey de los mosquitos: Haremos ropa con costuras lo suficientemente grandes para que penetren vuestros aguijones, vosotros sólo cumplid vuestra parte del trato o sea, viajar camuflados entre las ruedas, para colonizar occidente ¿Pero qué se han creído estos occidentales? Venga decenios dándonos la tabarra con que el comunismo era un sistema malévolo que había que desmantelar. ¿No querían capitalismo?...Pues ¡Hala!.. ahora somos capitalistas y que Dios los coja confesados. Los expertos en ecología hablan de “Especies invasivas”. Sin duda alguna el mosquito tigre es una de ellas; se trata de especies vegetales o animales que colonizan países donde no son autóctonas. Con una actitud impecable de emigrantes se adaptan al nuevo terreno (Eso sí sin perder sus costumbres genéticas y ancestrales). Las llamadas especies invasivas son a la vez un problema biológico y moral; biológicamente pueden suponer una amenaza sobre las especies autóctonas que desplazan, moralmente es imposible dejar de pensar que en el mundo han existido, desde siempre, flujos migratorios humanos que aun hoy en día muchos siguen considerando como “invasivos”. No lo pretendía, al menos no en este artículo, pero la polémica está servida: Cuando los ecólogos y ambientalistas abogan por la “pureza” de un determinado ecosistema, ¿no están dando quizá sin querer, un argumento científico a aquellos que abogan por la “pureza” de un determinado hábitat humano?. La sola idea me pone los pelos de punta. Dejemos que este artículo discurra por cauces más serenos. No es la primera vez que una especie no autóctona se abre paso entre “nosotros”. Estoy pensando en el eucalipto. Yo tengo dulces recuerdos de ese árbol: “La Rosaleda”, uno de los pocos espacios forestales al que un niño de los setenta tenía acceso en la ciudad de Málaga. Para mí, por lo tanto el eucalipto es el árbol de mi niñez con sus cortezas que se desprendían con las manos y ocultaban extraños misterios de color, sus racimos de chorlitos que alimentaban mi indiscreta cerbatana, sus hojas milagrosas que despejaban el pecho asmático de mi hermana. Fue muchos años después cuando me enteré que el eucalipto provenía de Australia, o sea que era una especie invasiva y sin embargo, seguramente mi vida no hubiese sido la misma sin ese árbol. Más de una vez, en un amago indescriptible de infidelidad, me he decepcionado cuando lo que he encontrado en cierto bosque no era el robledal o el hayedo centenario, sino el eucalipto siempre esbelto y joven, el árbol de la infancia que luego descubrí era un extranjero ocupando un territorio que no le pertenecía. La globalización parece ser en el fondo una forma de revancha. Un amigo, que sabe mucho más que yo de estos temas me comunica que en Australia están preocupados por una especie que ellos consideran altamente invasiva. Puede ser que resulte difícil de creer, pero se trata del olivo. A mi me es casi imposible imaginar esos acebuchales impenitentes abriéndose paso entre los lares del canguro. Yo no sé si en Andalucía existen todavía bosques de acebuches escalando los roquedales de las sierras, últimos reductos salvajes y rebeldes del que seguramente es el más disciplinado de los árboles, el más antiguamente domesticado, un árbol que de tantos siglos de contacto con el hombre, sea acaso la más humana de las especies arbóreas. Sin embargo, allí están creciendo en libertad entre los bosques de las antípodas, como emigrantes en pos de un sueño largamente acariciado de libertad. No nos equivoquemos: la humanidad del olivo es incuestionable. Cuando me refiero al olivo es imposible que no me venga a la memoria, aquella historia que nos contaba Kazantzakis: Un hombre de muy avanzada edad sembraba en los linderos de su huerta un olivar. -Qué abuelo ¿sembrando olivos?-le dijo alguien que pasaba por allí, y el anciano de más de noventa años quien nunca vería el fruto de su labor le respondió: -Es que yo actúo como si fuese a vivir eternamente-. Maravillosa respuesta, clara y diáfana como una revelación porque acaso, la única eternidad que nos está permitida a los hombres y a los olivos no sea sino esa: La libertad que produce el goce de vivir con intensidad la hora presente que transitamos, la única de la que tenemos una absoluta certeza.

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