HOMBRE QUE DESCIENDE LAS ESCALERAS






I. EL HOMBRE

Vemos ahora al hombre descender las escaleras. Creemos reconocerlo a pesar de sus disfraces. Este hombre, y ningún otro, es el que se encuentra otra vez con las palabras,  con la vasta multitud de  las que habitan el mundo, combinándose, entrelazándose,  una y otra vez, como granos de estrellas  en una noche infinita. Es este el hombre, lo sabemos con certeza,  no nos engaña su atuendo de cristal o de sombra, porque lo delata su garganta, la pausada serenidad de sus palabras.

II. LAS PALABRAS

Permanecían  las palabras, has de saberlo hijo mío,  ocultas en sus vértices, agazapadas en la penumbra sigilosa de sus esquinas, eran legiones o enjambres interminables, eran cristales, avispas, estrellas, guerreros que asediaban, sin descanso, las fortalezas del sueño. No lo olvides jamás, no vuelvas a olvidarlo: Las palabras poseen ángulos rectos que rara vez se atreven a confesar; pero es allí en sus verticales  abruptas e insalvables, en sus pendientes tantas veces transitadas donde el hombre se hizo consciente  de  la noche y su descenso.

III.  LOS DESCENSOS

Fueron ellas el lugar donde cobraron sentido los declives, fueron  los ladridos del fiel Argos, o el arco tenso cuya flecha única traspasó, uno a uno, los zodiacos. Pronto, acaso,  serán también,  la  voz del hijo que inevitablemente habrá de reconocerle, y serán también la sombra imperecedera del olivo en torno al cual construyó su esperanza. Es esto quizá lo que presiente este hombre cuyo nombre desconocemos, porque sólo nos es dado saber de él que declina como la tarde que le envuelve entre el susurro o la memoria de antiquísimas navegaciones.


IV. LAS NAVEGACIONES

Le  vemos  ahora detenerse en el rellano de la escalera. Le pesa su disfraz como una nube de infinito centeno.  Sabe, a ciencia cierta, que le espera la sombra geométrica de los significados, los diminutos símbolos  de aristas tensas y  puntiagudas,  las pequeñas sílabas, rectas y firmes como mástiles. Las palabras, lo sabemos por fin, pueden ser también  embarcaciones abandonadas y amontonadas en los puertos, bajeles orgullosos de sus navegaciones innumerables por  las tierras ignotas, de sus singladuras que otorgaron nombres a montañas y constelaciones y que ahora no son más que sombras.


V. LAS SOMBRAS

Sin embargo, a pesar de todo, nos parece  reconocer en el hombre que desciende palabras que son enteramente nuevas,  aunque  ya las haya pronunciado alguna vez en sus múltiples travesías pero que ahora, sólo en este momento exacto, cobran otros significados más pausados, más lentos, más serenos  que sólo sabrán reconocer las sombras que le acompañan:

Olivo, piedad, belleza, batalla,
canto, refugio, tálamo, alegría, misterio.

No son las mismas palabras, por más que se parezcan a aquellas otras que pronunció en los años ya lejanos de sus viajes. Eran también peldaños como ahora, lo recuerda, pero entonces las cubría como un cielo despejado la amplia circunferencia  del mundo.

VI.  EL MUNDO

El hombre desciende y créeme si te digo hijo mío, que no es él quien brota del silencio, de la penumbra que a medias lo oculta de nuestra mirada indiscreta. Es el mundo  el  que otra vez nace de su garganta, y surge una vez más llorando desde el vientre.  Es el mundo quien se seca  las lágrimas antes de continuar su declive imparable, antes de agotarse una vez más  en la explosión primigenia de las epopeyas y los diccionarios. “Estoy cansado”,  se dice entonces   a si mismo el hombre que desciende, o es el mundo quien lo afirma; nunca lo sabremos, tan estrechamente se encuentran entrelazados sus cementerios, y es sólo ahora,  mientras  los dos caen imparables, que se hacen conscientes, de la palabra exacta, la única imprescindible, la palabra que nombra  el  aquí y el ahora mientras niega todas las demás narraciones; La palabra sagrada y misteriosa que sólo sabrá pronunciar el hijo.

VII.  EL HIJO

Tú serás por lo tanto el encargado de descifrar la paradoja:  Las gargantas crean y deshacen al mismo tiempo, cantan y callan al unísono, anudan y desanudan imparablemente las amarras,  y jamás  son islas aunque las rodee la vastedad  sin misericordia de la nada. 

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