IBN ABBAD, REFLEXIONES SOBRE UN OLVIDADO SABIO DE RONDA






Posee el tiempo el poder de borrar los nombres,  de esconder  lo que una vez fue notorio y resplandecía a la luz del sol con una claridad meridiana y diáfana. El tiempo es como la tierra que en sucesivas capas, oculta las ruinas de lo que otrora fueron palacios y fortalezas para siempre ya irrecuperables en la bruma de los siglos. Así debió sentirlo aquel ciudadano de Ronda, Ibn Abbad al-Rundi, en su exilio de Fez, al leer el Lamento por la caída de Sevilla, escrito un siglo antes  por su compatriota Abu al Baqa, también, por seguramente extrañas coincidencias,  conocido como “el rondeño”  o al-Rundi,  cuando escribió: “Un decreto irrevocable a todos venció de manera que pasaron y la gente vino a ser como si nunca hubiese existido”

Pero Ibn Abbad al-Rundi sí existió, por más que su figura haya caído tan en el olvido en el panteón de los hijos célebres de la ciudad. Nació en 1332,  o según se mire, en el año 732 de la Hégira, porque las humanidades miden el paso del tiempo según sus mitos fundacionales y de aun existir el imperio romano, estaríamos a las puertas de los fastos del inicio del cuarto milenio. Abandonó Abbad Ronda a los nueve años, coincidentemente la misma edad con la que Picasso partió de Málaga. Dicen que las palomas de la Plaza de la Merced constantemente acompañaron la obra del pintor; a Ibn Abbad, seguramente, también debieron acompañarle siempre los paisajes de Ronda, aptos para una deliberada meditación sobre la condición humana  porque los roquedales y lo abrupto de las montañas que rodean la ciudad, al igual que el alma humana, han de esconder tesoros de fertilidad en su suelo. Sólo quien se haya detenido a pensar como los sólidos y estoicos muros de la Alhambra pueden esconder una joya tan magnífica como el Patio de los Leones y sus estancias adyacentes, diseñadas para el goce de los sentidos, puede entender este sólido principio de la mística musulmana.

Porque  Ibn Abad fue un místico, un místico sufí para más señas. Se puede o no creer en el misticismo  como doctrina religiosa y filosófica  no obstante, creo  que la mayoría estaremos de acuerdo con la aceptación de la belleza intrínseca de las imágenes que habitan ese mundo, así como en el reconocimiento del universo simbólico inseparablemente unido a este tipo de lenguajes. Desde esta óptica, puede resultar interesante examinar como la filosofía que defendía Ibn Abbad terminó influyendo sobre la mística castellana del siglo XVI, y si se nos  permite la temeridad,  incluso su influencia sobre ciertas  formas actuales  de pensamiento holístico, merced a esta cualidad simbólica del lenguaje místico y su capacidad de trasmutación semántica.

Fue tan grande la fama del sabio que cuentan que a su muerte, acaecida en el 1390, el mismísimo sultán y su séquito asistieron a sus exequias y que eran innumerables las personas, que dejando sus quehaceres cotidianos,  acudieron desde todo el sultanato de Fez a rendir honores al pensador de Ronda cuya  vida ascética y contemplativa merecieron los más encendidos elogios.  Se ha dicho de él que, “cubierto con el manto de la modestia”,  no dejó una gran producción literaria pero que sin embargo, y esto es especialmente importante en una religión basada en la palabra escrita como casi exclusivo referente, “algunos de sus proverbios están tan bellamente redactados, que si estuviese permitido durante la oración recitar palabras no contenidas en el Corán, serían precisamente sus aforismos”

Nunca se terminan de explorar los múltiples caminos que, partiendo desde Al-Ándalus, se internan hasta las más profundas regiones de la cultura hispánica; tal es el caso de algunas de las imágenes e ideas contenidas en ese hito de la literatura renacentista  que constituye la poesía de San Juan de la Cruz, y cuyos orígenes, a juicio de diversos autores, pueden  rastrearse hasta la tradición sufí  shadhilí, de la cual Ibn Abbad, es uno de los miembros más destacados. Tal es el caso de la sugestiva metáfora de los estados del alma donde los  estrechos paralelismos  entre el sufismo y  la mística castellana,  se hacen absolutamente notorios.  No es casual que un poema como Noche Oscura,  encierre la triple ecuación del qabd sufí a saber, angustia, desolación, espiritual, iluminación. Tampoco es casual esa supremacía de la noche donde la  divinidad se revela más frecuentemente que en el día de la iluminación o  la anchura. “Oh noche amable más que la alborada” exclama de la Cruz, en versos que conservan esa esencia oriental fuertemente impregnada del pensamiento de las escuelas sufíes que proliferaron en el sur de la península y norte de Marruecos de las cuales Ibn-Abbad fue un destacado representante.

“Y allí nos entraremos/ y el mosto de granadas gustaremos”  escribe San Juan de la Cruz en  Cántico.  Es posible que  no se pueda expresar con una imagen más elocuente la unidad que subyace en la multiplicidad: La dispersión de los granos de la granada es sólo aparente y la esencia unitaria de todo ser viviente está representada en el zumo del fruto, que por razones no sólo morfológicas es conocido como “el fruto coronado”. En un ejercicio de exégesis personal, tan poco frecuente en la poesía de todas las épocas, San Juan de la Cruz intenta arrojar luz sobre el sentido último de la imagen: “Porque, así como de muchos granos de las granadas un solo mosto sale cuando se comen”, afirma en la más pura tradición sufí, destacando la cualidad simbólica de esta fruta para ejemplificar la llegada del iniciado a la última etapa del camino o jardín místico que no es otro sino que la integración de la multiplicidad en la unidad. La Granada, tanto en San Juan de la Cruz, como en la tradición sufí andaluza es por lo tanto la fruta emblemática de la esencia y unidad última de la realidad.


Ello nos conduce a una última reflexión. La expresión mística utiliza una simbología particular  de la cual hoy, acostumbrados a un lenguaje mucho más unidireccional, nos percibimos muy alejados no obstante, es posible que no lo estemos tanto como podemos creerlo.  Bien puede  ser que  hace siete siglos los círculos sufíes hayan anticipado, utilizando un lenguaje críptico, un planteamiento holístico de la realidad que la física moderna empieza a descubrir, tal y como lo expresaba Albert Einstein: “El ser humano forma parte, con una limitación y el espacio, de un todo que llamamos universo. Piensa y siente por si mismo, como si estuviese separado del resto… Esa es una cárcel que nos circunscribe… hay que traspasar sus muros y ampliar ese círculo para abrazar a todos los seres vivos y a la naturaleza en todo su esplendor” Es esto acaso lo que quería transmitir Ibn Abbad cuando expresaba: “Condúceme hacia Ti por medio de Ti y provéeme con aquel aspecto de la permanencia inmutable” ¿Es posible que este pensamiento, por el cual transcurren muchos de los más recientes planteamientos de la física teórica, ya haya estado aquí custodiado por las cimas y los roquedales que nos circundan,  y nosotros sin saberlo?

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