Los Bailarines de Kronvalda. Capítulo XX




Una mujer negra y obesa, orina en una alcantarilla de la Calle de la Mariposa, a la entrada de la ciudad viniendo desde el aeropuerto. El tráfico es intenso, caótico, parecido al de cualquier ciudad Latinoamericana. El taxista, un joven bieloruso, recién llegado casi no habla inglés, mucho menos español. Se expresa en ruso con su base y analiza un mapa en los atascos interminables, consultando la ruta más cercana hasta la céntrica Pine Street, en el distrito financiero, donde tengo pensado hospedarme. Me sonríe tratando de aparentar normalidad. Es evidente que se encuentra perdido. Un joven rubio de pelo y barba crecidas pide limosna entre los coches. Lleva el torso desnudo y un walkman sujeto al cinturón. Pide dinero entre los coches y es incapaz de escuchar las negativas de los ocupantes de los vehículos. Tampoco parece importarle.

“The story of man
makes me sick...

El taxista reconoce su extravío. Me lo expresa en un inglés tan caótico como el denso tráfico que nos circunda. Parece a punto de derrumbarse. Creo que acuden lágrimas incipientes a sus ojos. Es muy joven. Seguramente ni siquiera tiene papeles.
-No te preocupes -le digo-. No tengo prisa, pero no me cobres más de lo estrictamente necesario -no sé si me ha entendido. Continúa absorto en su mapa.
The image is an hexagram....
Volvemos otra vez a la misma calle donde orinaba la mujer negra y el joven de la barba larga pedía limosna. La mujer ya se ha levantado de la acera. Vocifera palabras inaudibles que no alcanzo a escuchar. No sé por qué me producen tal angustia. El taxista me mira como disculpándose.

...Inside, outside,
I don’t know why something so conditional
and all talk
Should hurt me so.

A lo lejos se divisa el Puente de las Bahía sobre Embarcadero. Muchos turistas lo confunden, para su decepción, con el Golden Gate, que se encuentra mucho más lejos hacia mar abierto.

-There is where we want to be -me dice el taxista bielorruso con una expresión de satisfacción, como si hubiese encontrado la luz al final de un túnel denso y estrecho. Los gritos de la mujer negra y obesa ya no nos importan.

I am hurt
I am scared
I want to live
I want to die

-No estoy seguro de donde girar -dice el taxista en un inglés casi incomprensible.
-No te preocupes. No tengo ninguna prisa -vuelvo a repetirle. Sigue sin entenderme, obsesionado en su mapa que repasa en los semáforos y en la voz en ruso, que no para de darle instrucciones improbables.

I don’t know
Where to turn
In the Void.

Da la vuelta en Jackson Play Ground y se encuentra de frente con el Mission District. A estas alturas yo he empezado a ayudarle con el mapa detrás de la pantalla de metacrilato que separa el habitáculo del taxi. La calle 20 aledaña, se convierte en Pine Street en el centro. Estamos salvados. Llegamos al hotel, Grovesnor Suite. Es más viejo de lo que esperaba. Saco del maletero del taxi mi equipaje lleno de camisas y ropa interior nueva, recién adquirida en el Tie Rack del aeropuerto de Lisboa. El taxista arranca el coche, creo que me ha cobrado lo justo y se sumerge en calles que no conoce. Un laberinto donde el vacío acecha en cada esquina, un vacío extraño, poblado de turistas con videocámaras capaces de alargar indefinidamente un presente anormal.

Es curioso el insomnio optimista de sentirte en la madrugada y saberte a plena luz del día. No tengo sueño. Camino por calles desconocidas que son para mí también un laberinto. Estuve aquí hace muchos años. Una travesía por debajo del Golden Gate y una partida de baloncesto ridícula a lomos de un burro, es de las pocas cosas que recuerdo. Desciendo las cuestas empinadas de Pine Street en dirección al China Town y Little Italy. Tengo una vaga idea de donde quiero llegar. La oficina del "Real State Transfer", debe estar abierta, pero no es allí donde me dirijo. Ya habrá tiempo mañana, me convenzo. Quiero comprar algunos libros sobre Lew Welch. Es uno de los poetas menos conocidos de la Beat Generation. Busco la City Ligths Bookstore en Columbus Avenue. Suena el teléfono. Es Claude instalado en su insomnio permanente. En España deben ser las cuatro o las cinco de la madrugada. Escucho su voz claramente como si me estuviese llamando desde la esquina.

-¿Cómo te ha ido? -me pregunta ansioso.
-Por Dios Claude, acabo de llegar -Debo pensar algo rápidamente si no quiero ver truncada mi visita a la librería. Qué torpeza llevar el teléfono encendido-. Estoy en el aeropuerto buscando un taxi. Ya te llamaré en cuanto sepa algo. Aquí son ya casi las ocho de la tarde. No creo que pueda ir al Transfer hasta mañana.
-¿Crees que estamos haciendo lo correcto? -me pregunta. Se le oye nervioso y eso me despista.
-Ya sabes mi opinión. Lo ideal sería tratar de conseguir un poco más de tiempo del armador hasta que al menos empiecen las construcciones -le respondí olvidándome de que no estaba indagando mi opinión, pese a lo que pudiera parecer, sino buscando confirmaciones para la suya propia.
-No Gabriel. Estás equivocado. Esta gente sin saberlo nos está dando la oportunidad de saldar la deuda de una manera legal -se rió sonoramente. Estaba absolutamente convencido del argumento. Se sentía triunfador cuando la batalla ni siquiera había empezado.

-Haz los arreglos con el transfer cuanto antes. Ya está avisado que vas a pasar por su despacho. He hecho todas las autorizaciones para que no te pongan impedimentos.
-Estaré mañana allí a primera hora -afirmé con seguridad.
-Me alegro de tenerte conmigo -me dijo-, te aprecio mucho.
-Yo también Claude. Trata de dormir un poco.

He llegado a Columbus Avenue. Le pregunto a un policía por la librería City Lights. Me entero de que está en el número 261, como a cuatro o cinco calles en dirección al Embarcadero.

Lew Welch fue posiblemente el poeta más dramático de la Generación Beat. El grupo de los gastados o de los beat-ificados, como piensan otros. Quizá porque a diferencia de sus buenos amigos y compañeros de generación, Gary Snyder y Philip Whalen se negó a aceptar el placebo que el budismo le ofrecía en las leyes del Dharma. Su búsqueda fue más directa y anuladora de los sentidos. Se refugió en la bebida. Existen varios factores que convierten a Welch en un símbolo de nuestros tiempos. Antes de unirse a la Generación Beat, fue ejecutivo de varias compañías de publicidad de las que a acabó despedido a causa de su vida irresoluta. A pesar de que estaba en posesión de una licenciatura en literatura inglesa, desembarcó en San Francisco como conductor de taxi, antes de que empezara a cobrar cierta fama como poeta en el área de la bahía. Su encuentro con Kerouac, a inicios de los sesenta fue crucial en este sentido. Pero su dependencia a la bebida no le daba tregua. "Aún no he llegado a los cuarenta y mi barba está casi blanca/Todavía no estoy completamente despierto y mis ojos están hinchados y enrojecidos/como los de un niño que ha llorado demasiado”, dice uno de sus poemas más conocidos, “Me dormiré hasta que vea la luna/ o los árboles oscuros”. En la primavera de 1971, Welch poseído por el alcohol, se marchó a Nevada City en las montañas de California a una casa propiedad de su buen amigo Gary Snyder. Quizá buscaba la escurridiza luz de la luna, los árboles de un verdor que rozan la negrura, los alces que mordisqueaban las hojas tiernas. Soñaba con una realidad que no podía expresar más que con imágenes imprecisas. Nunca más se volvió a saber nada de él. La versión más extendida afirma que se suicidó. Avala esta versión una ambigua nota, encontrada por su amigo Gary, que empezaba diciendo: “Nunca pude hacer nada que saliera bien y ahora estoy traicionando a mis amigos. No puedo hacer nada para evitarlo. Nunca pude. Tuve grandes visiones pero nunca pude hacerlas realidad”. Lo cierto es que su cuerpo nunca fue encontrado. Lew Welch simplemente desapareció sin dejar rastro.
¿Por qué me viene esto a la mente ahora? ¿Será acaso porque me acuerdo de esas palabras de Claude cuando yo estaba a punto de dejar la compañía y me sorprendió destruyendo documentos en la trituradora de papel de mi despacho?

-Si no fuera porque sé que Dios tiene un propósito para todo esto, me pegaba dos tiros.
Quizá bromeaba. No lo sé.
-Es difícil que te puedas pegar más de uno -le respondí. Me pareció que buscaba una conmiseración que no merecía.

Durante mis días en San Francisco sin embargo, Claude era todavía un hombre lleno de optimismo, temerario e irresponsable, pero optimismo al fin de al cabo. Todavía piensa que tiene recursos legales para poner a la empresa naviera en aprietos. Sabe que van a venir días difíciles, pero cree que va a ganarse la simpatía de los jueces, en caso de que Trinidade & Gayo, termine por denunciarlo. Los ángeles no van a abandonarlo. Están tan comprometidos con él, como él lo está con sus fantasías. Mi papel es clave en su estrategia. Con la mayor brevedad tengo que poner quince millones de dólares en participaciones inmobiliarias a nombre de los navieros, presentarme en sus oficinas de Lisboa, y entregarles los documentos. La cantidad me produce vértigo, aunque no sea dinero en efectivo sino papel difícilmente liquidable. Trato de convencerme de que no soy partícipe de una estafa. Mejor dicho, trato de no pensar en ello. Este es el mundo de los negocios. No existe otro. Las cárceles de este país (de vez en cuando los edificios me permiten ver la bahía y la Isla de Alcatraz) están llenas de ejecutivos que trataron de aprovecharse de sus clientes, y de clientes que trataron de aprovecharse de quienes gestionaban su dinero. Es un mundo duro, sin buenos ni malos. Sólo existen buenos o malos abogados que te defienden, pero nada más. La inocencia o la culpabilidad no son cuestiones de ética, casi dependen exclusivamente de los términos en que hayan sido redactados los contratos, papeles fríos que no pertenecen al reino de la honestidad, sino al de la jurisprudencia. Quizá Claude tiene razón. Los de Lisboa están nerviosos porque no encuentran la cláusula que les asegure la devolución en metálico de sus fondos. No se explican cómo pudieron cometer un error tan llamativo. Revisan una y otra vez el contrato, subrayan párrafos con tintas de diversos colores, hacen anotaciones al margen, pero el contrato se mantiene inalterable. Es el que es. No pueden agregarle ni quitarle nada. No pueden retroceder el tiempo hasta el momento en que lo firmaron y asegurarse de incluir un párrafo, que podría haber sido muy pequeño, que asegurara que cualquier devolución de fondos debía hacerse exclusivamente en efectivo. El contrato ya está firmado. Es como un destino inexorable. No es exactamente cierto, también yo me he dejado llevar alguna vez por el optimismo más simplista. Como todo documento legal, está abierto a la interpretación y los meses siguientes me lo demostraron. Será leído por jueces y fiscales, atacado y defendido por escritos interminables de ambas partes. La decisión final será arbitraria, aunque luego se adorne con una multitud de tecnicismos legales. Dependerá de factores que no pueden ser ponderados, de estados de ánimo. Los contratos no son exponentes de un mundo inexorable. Si existe un destino, no puede estar determinado por algo tan débil como chorros de tinta sobre un papel en blanco. He comprado tres libros de Lew Welch, incluyendo, la casi imposible de obtener, biografía que escribió Aram Saroyan “Genesis Angel” y la exaltación del erotismo, de quien fuese compañera sentimental de Welch, Lenore Kandel, “The love book”. Corría el año 66 cuando lo escribió y Ronald Reagan acababa de ser elegido Gobernador de California. Uno de sus primeros actos consistió en una cruzada contra la literatura obscena y alejada de los valores tradicionales que por aquellos tiempos, publicaban los poetas de la Beat. El resultado de su cruzada fue el cierre de otra de las librerías emblemáticas, la “Psichedelic Shop” desde donde se distribuía ese libro erótico, que es una maravillosa exaltación del acto sexual, escrito por Kandel, poco después de separarse de Lew Welch. Necesariamente he de matizar mi comentario anterior. Los chorros de tinta sobre el papel en blanco, poseen en algunas ocasiones poderes inimaginables, incluso tal vez para determinar un destino. Afortunadamente los templos de Khajuraho están en Madhya Pradesh y no en California, porque es muy probable que sus esculturas y bajorrelieves, no hubiesen logrado sobrevivir al celo puritano del futuro presidente de los Estados Unidos y hoy en su lugar, es muy posible que tuviésemos un centro comercial o una iglesia bautista o en el mejor de los casos, una versión sanitizada del erotismo hindú. Las cosas no han cambiado demasiado hoy en día. Leo en el periódico que el Fiscal General de Estados Unidos acaba de ordenar que se retiren ciertas estatuas donde la Libertad aparece con sus pechos al descubierto. Es difícil pensar en un grado mayor de desviación sexual. Me refiero obviamente al Fiscal, no a las estatuas.

La Avenida Columbus me lleva hasta ese lugar encantador de la bahía que es el Fishermen Wharf. Unos indigentes piden limosna cerca del muelle ante la mirada, desprovista de curiosidad de los turistas, que sólo buscan el mejor lugar para comer cangrejo con vino rosado, pronto me uniré a ellos. Me llama la atención el letrero que uno de los mendigos porta para llamar la atención: “No voy a mentir. El dinero lo quiero para comprar cerveza” dice. Aprovechando que quiero comprar cigarrillos, le compro una botella de cerveza, que le doy introducida en la consabida bolsa de papel para evitar algo de lo que en realidad no estoy seguro. Supongo que el orden público lo requiere. El mendigo me lo agradece efusivamente. De repente nos hemos hecho buenos amigos. Me recomienda los mejores sitios para cenar, lo que incluye un restaurante cercano con vistas a Alcatraz, donde preparan su propia cerveza Amberg.
-They brew their own beer -me dice con fruición y es evidente que la mía, no ha sido la primera cerveza que se ha tomado en el día. Su letrero se muestra a todas luces eficaz. La idea de la cerveza me seduce. No así la vista. Me estoy volviendo aprensivo y lo que más deseo en ese momento es olvidarme de los motivos que me han llevado a San Francisco. Me da igual que Alcatraz ya no sea una penitenciaría, y que sea ahora el destino preferente de los turistas que navegan la bahía. Es un tour que evidentemente, evito en los días siguientes. Finalmente abandono la idea del restaurante que me ha aconsejado mi amigo. Me convenzo de que no quiero cerveza. Lo propio del cangrejo de San Francisco es tomarlo con vino rosado californiano y además, la vista espectacular de la bahía la constituye el Golden Gate en el sentido opuesto al fortín triste de Alcatraz.

Es tarde cuando salgo del restaurante. En España ya está bien entrada la mañana. Me acuerdo que llevo más de un día sin hablar con casa. Ni siquiera les he comentado que he llegado sin novedad a San Francisco, donde ya llevo más de siete horas. He caminado por calles, comprado libros, he hecho un amigo mendigo que se muere por otra cerveza, he cenado con una vista increíble de la bahía, excluida Alcatraz, y sigo sin tener sueño. Lucía ya ha dejado a los niños en el colegio. Más tranquila, se dispone ahora a desayunar en la terraza con vistas al mar, fue el principal motivo para comprar la casa. Se dispone a continuar sus cuadros de flores secas. Puedo verla subiendo a la buhardilla donde ha dispuesto su taller. En cajones de madera selecciona hojas secas de robles, abedules, arces, helechos coriáceos y de hayedo, hiedras diversas, esqueletos de hojas, flores marchitas de anémonas y astrancias, borraja, frutos y flores resecas que conservan inexplicablemente sus colores, escaramujos de rosal, magnolias, cerezas silvestres prensadas, musgos y acónitos, quizá incluso alguna rama de brezo. Una galería de arte de Marbella, le ha pedido una exposición y trabaja febrilmente en prepararla. Sus manos producen tejidos delicados con material muerto. “Dónde quiera que vayas tráeme hojas y flores que consideres raras”, me ha dicho. He aprendido los rudimentos del prensado, las flores y hojas se acumulan en libros, en improvisadas prensas hechas con servilletas de papel, en borradores de contratos, en las páginas que nunca leeré de métodos infalibles de marketing, en improbables programas de Opera.
Suena el teléfono. Largos tonos al final de los cuales aparecerá una voz:

-¿Gabriel? Estaba preocupada, ¿dónde estás?
-¿Dónde iba a estar? En San Francisco. En el mejor sitio de la ciudad, en el Fishermen Wharf.

Mi voz no es exactamente mi voz. Una botella de vino rosado la distorsiona. Llevo horas sin hablar con nadie, excepto con el mendigo, cuyas palabras estaban más distorsionadas que las mías. Ahora que empiezo a hablar, me hago consciente de que arrastro las últimas sílabas.

-¿No es ese el antiguo puerto pesquero?
-Sí, el antiguo puerto. ¿Qué tal estás tú? ¿Cómo están los niños?
-Bien. Acabo de dejarlos en el colegio.
-Estoy preocupada -me dice cambiando abruptamente de tema-. He hablado ayer con la esposa de Thomas. Ella también está muy inquieta. ¿En qué lío nos estamos metiendo?
-Nosotros en ninguno. Claude es posible. Pero en fin, ya lo conoces. El hombre no levanta cabeza.
-Dejemos todo esto. Estamos todavía a tiempo.
-No te preocupes. Esto no va a durar mucho.
-¿Vas a dejarlo?
-Dame un par de meses. No creo que la empresa dure más de eso. Como mucho tres.
-¿Tan mal está la cosa?
-Peor.
-Renuncia. No estás obligado a seguir. No necesitamos una casa tan grande. Podemos venderla. Como están las cosas debe valer ahora el doble. Tenemos algunos ahorros. Tú puedes volver a dar clases.
-No es tan fácil.
-Sí. Es tan fácil como decirle a Claude que no quieres seguir.
-Dame tres meses. Si la empresa no ha cerrado para entonces, te prometo que renuncio.
-La mujer de Thomas, me ha dicho que hay un cliente importante perjudicado. Tú no me habías dicho nada de eso. Me he tenido que enterar por medio de ella, ¿es verdad?
-Sí. Es verdad no quería que te preocuparas. Es posible que no llegue a suceder nada.
-¿Eso tiene que ver con tu viaje a San Francisco?
-Sí.
-¿Qué tienes que hacer?
-Poner ciertas participaciones inmobiliarias a su nombre y llevarlas personalmente a sus oficinas.
-¿Tú personalmente? ¿Te has vuelto loco? Hasta qué punto te manipula este hombre.
-Nadie me manipula.
-Sí te manipula, y no eres consciente hasta qué punto. No lo hagas, ¿vale? que se encargue otra persona.
-Lo intentaré, tranquilízate. ¿Cómo va la exposición?
-Bien. Me hacen falta tres o cuatro composiciones más. La verdad es que no logro reunir la suficiente fuerza de voluntad para terminarlas. No estoy muy animada.
-Anímate, ¿vale? No te preocupes. Estoy tomando mis precauciones. No voy a verme implicado en nada.
-Sí, ya lo veo, llevando tú personalmente las dichosas participaciones al cliente, ¿tienen algún valor?
-No de momento.
-Eso me confirma que tengo razón. Por lo que más quieras, no las lleves tú. Que se encargue Claude. Bastante provecho saca con ese tren de vida que lleva. Siete coches, ¿te parece eso normal?
-No. No es normal. Buscaré otra alternativa, ¿de acuerdo? quizá algún abogado o un notario.
-Hazlo, ¿vale?
-Lo haré, no te preocupes.
-Te quiero mucho, ¿lo sabes verdad? Ojalá siguieras dando clases en aquella universidad.
-Lo sé. Anda vete a trabajar. Yo voy al hotel a tratar de dormir un poco. Dale un beso a los niños. Les compraré mañana algo en GAP. Lo tengo aquí justo enfrente.
-Lo haré, ¿tres meses, vale?
-Tres meses.
-Cuídate.
-Tú también.

Al día siguiente, antes de ir a la oficina "Real Sate Transfer", me acerqué a la sucursal de nuestra empresa en San Francisco. Ocupa toda una planta. Es un alquiler que me consta es desorbitado. Claude debe haberse gastado una fortuna además en remodelarlo. Las mismas columnas de mármol de Almería de cuarta categoría, compradas a precio de mármol de Carrara, los mismos detalles barrocos en pilastras y falsos techos, la imagen del Rolex inmobiliario en todo su esplendor. Claude pretendía que la oficina de San Francisco se convirtiera en una agencia inmobiliaria operativa. Ni siquiera había logrado iniciar plenamente las ventas de parcelas. La autorización definitiva nunca acababa de llegar. Las oficinas estaban habitadas por un trabajador solitario. Deambulaba como un fantasma, entre los amplios corredores y despachos vacíos con aire de museo pasado de moda. La única función del fantasma, consiste en efectuar trasferencias por paraísos fiscales de medio mundo. Él no lo sabía en aquel momento pero pronto se vería imputado en una trama internacional de fraude. Pobre hombre. Ni siquiera supo que tenía que tomar precauciones. Llevaba cuatro meses trabajando para la compañía y era la primera vez que conocía a un ejecutivo de la sede europea. Se deshizo en atenciones y gentilezas. No sabía cómo quedar bien. Se sentía feliz de haber sido contratado por una empresa internacional con un caudal insondable de posibilidades. Me resultaba casi tan patético como yo mismo.

Había llegado un fax de Claude con nuevas instrucciones. No bastaba con poner las participaciones a nombre del armador de Lisboa. Quería una declaración de las autoridades de California que certificara que los títulos eran válidos, y estaban debidamente registrados. La certificación debía contener además la apostilla de la Haya, para que fuera válida en Europa a efectos testimoniales. Maravilla de las maravillas, pienso al leer el fax, Esto me garantiza al menos una semana de trámites burocráticos. Las noches del Fishermen Wharf son mi principal motivación. El empleado fantasma de la Plaza Embarcadero, se muestra deseoso de ayudarme en todo lo que haga falta. Está exultante de sentirse parte de un grupo. Se muestra además dispuesto a enseñarme la ciudad. Le acepto su primera proposición. En cuanto a la ciudad, la iré descubriendo por mi cuenta.

Aquella misma mañana conseguí poner las participaciones inmobiliarias a nombre de Trinidade & Gayo. Esperaba más preguntas. Afortunadamente no se produjeron.
-No es usual un cambio de titularidad de esta envergadura con participaciones de un proyecto que todavía no ha empezado a construirse -me dijo el oficial de la propiedad, tratando de indagar el motivo de la operación.
-Ya sabe cómo son las grandes compañías -le respondí con naturalidad-, tienen facultades de custodia y quieren ejercerlas.
Sé que en ese momento mi rostro no expresa absolutamente nada. Es simplemente una afirmación carente de cualquier trasfondo. El encargado no hace más preguntas. Me pide un documento de autorización, firmado por el presidente del proyecto, y se dispone con su clave, a realizar el cambio de titularidad en el ordenador central del Registro de la Propiedad de California. A los pocos minutos la impresora escupe los certificados oficiales h-4578 y h-4579 a nombre Trinidade & Gayo, por un total de dos millones de participaciones. Mi misión principal ya está concluida. Lo único que resta son gestiones burocráticas que mantendrán la apariencia de que me encuentro muy ocupado, y me darán tiempo a explorar con tranquilidad la ciudad.

¿Fue Mark Twain quien dijo que nunca había vivido un invierno más frío que un verano en San Francisco? No era exactamente verano. La primavera llegaba a su fin y me esperaba un clima más cálido. La niebla inundaba la bahía y dejaba ver a intervalos las altas torres del puente Golden Gate.
-Tienes suerte -me dijo el fantasma de la Plaza Embarcadero-. Esta es la imagen más propia de la ciudad -yo sin embargo, hubiese preferido un poco más de sol y un poco menos de suerte.

Nos dispusimos a iniciar los trámites que la Convención de la Haya exige para la validación de documentos entre países. No existe una orgía burocrática más salvaje. Es un proceso tedioso que implica que una cadena de funcionarios, den fe de la validez de la firma de aquel que le precedía en la cadena. En un documento mercantil, vamos a decir por caso unas participaciones inmobiliarias, la firma del transfer no es suficiente para efectos internacionales. La rúbrica debe ser verificada por un oficial del colegio a que pertenece, tipo oscuro donde los haya, cuya firma a su vez, debe ser autenticada por un notario, que puede ser una persona desconocida o un impostor, por lo cual su firma debe ser también aprobada por un funcionario del Departamento de Estado, que a su vez puede esconder terribles secretos inconfesables en su vida predecible de habitante de los suburbios de Ockland. Quizá no es un funcionario, aunque lleve años acudiendo puntualmente a su despacho y detrás de su rostro afable de persona aburrida, esconda un pasado dedicado a la falsificación internacional de documentos. Es poco probable, pero puede darse el caso. Así es que su firma debe ser también cotejada, faltaría más. Por último, falta otro sello. Este es el más válido de todos, porque quien lo emite permanece en la invisibilidad más absoluta y eso lo hace parecer más importante que el resto. Es una divinidad menor, aunque divinidad al fin de al cabo, del panteón funcionarial del Departamento de Estado en Washington.
-No se preocupe -me dice como disculpándose, el dudoso habitante de los suburbios que lleva años haciéndose pasar por funcionario, acudiendo puntualmente a su despacho, que se encuentra en un edificio de Frank Lloyd Wright con forma de acueducto romano, no demasiado bonito, aunque en apariencia tremendamente funcional, curiosamente no está en San Francisco, sino en el Marin County Civic Center de San Rafael, al otro lado de esta bahía donde los frailes mallorquines dejaron todo el maldito santoral diseminado.
-La validación de mi firma en Washignton, sólo toma un par de días -me dice el posible impostor. Y a mí me dan ganas de decirle que no me importa, que puedo soportar unas vacaciones pagadas en San Francisco, sin mayores remordimientos de conciencia, lo que es más, que me apetece.

Durante todos aquellos días permanecí entregado a la indolencia más absoluta, me acerqué al Fishermen Wharf y cada noche obsequié a mi amigo el indigente, con una botella de cerveza introducida, como no podía ser de otra forma, en una bolsa de papel. No sé si amistad será la palabra más indicada, pero mis recuerdos de San Francisco me llevan inevitablemente a él.

-Te voy a echar de menos cuando te vayas -me dice bebiendo a pequeños sorbos de la botella disimulada a los ojos de los turistas.
-Nada que no cure una cerveza -le respondo.
-Tienes razón.
De repente se me ocurre hacer algo descabellado que con toda seguridad no habría hecho en otras circunstancias.
-Oye, ¿tienes una ropa mejor? -me percato de que la pregunta podía haberle ofendido. Inmediatamente me arrepiento de habérsela hecho. Sin embargo no parece sentirse demasiado molesto.
-Por supuesto, ¿por quién me tomas? -me responde y me mira intrigado. Su aspecto es más que deplorable.
-Por un indigente, un homeless –dije y ambos nos echamos a reír.
-Mañana es mi última noche en San Francisco. Te invito a cenar en el restaurante que me dijiste el otro día. En ese donde fabrican su propia cerveza.
-¿No serás gay, no? Porque San Francisco es el sitio.
-Venga hombre y aunque lo fuera. Eres bastante feo por si no lo habías notado.
-Tú tampoco eres Anders Herrlin.

Volvemos a reírnos como dos amigos que se conocieran de toda la vida. 

Me costó un poco reconocerlo al día siguiente. Se había afeitado y llevaba el pelo recogido en una coleta. Llevaba sandalias, pantalones vaqueros limpios y una camisa blanca, limpia aunque algo arrugada. Se había puesto incluso un lazo de cordones como los que usan los cowboys, con un escudo de los San Francisco Giants. No parecía para nada un indigente. Podía incluso pasar por un profesor universitario algo excéntrico, o por uno de esos tipos adinerados a los que no les importa su aliño y que pasan de todo. Es verdad que con su nuevo aspecto se le veía bastante mayor. Nos sentamos en una mesa con una vista inmejorable del antiguo penal de Alcatraz y pedimos dos pintas de cerveza Amberg “King Size”, recién salida de los barriles de la bodega. Hablamos mucho de política. Estaba preocupado porque las encuestas daban como vencedor a Bush.
-Es vergonzoso -dijo-. Desde luego en California está P.O.T
-¿P.O.T.?
-Pissing out of the toilet.
Acabábamos de pedir la segunda pinta de cerveza cuando empezó a sonar la melodía de trompeta de Benny Goodman, “One O’Clock Jump”.
-Estos tipos han pensado en todo -dijo mi amigo-. Ya sólo les falta traer al mismísimo Scarface.
-¿Al Capone?
-Sí, ya sabes. Pasó una temporada aquí en Alcatraz.
-Quizá lo tienes enfrente de ti y no te has dado cuenta -le dije.
-No lo creo. Tienes pinta de buena persona. Feo pero buena persona.
-Me lo tomaré como un cumplido.
Me esperaba la pregunta. Era sólo cuestión de tiempo.
-¿Oye nos podemos beber un Jack’Daniels?
-Bébetelo tú. Yo tengo que viajar mañana temprano.
Anticipada la pregunta, tenía calculada también la respuesta. No le estaba mintiendo. Al día siguiente tenía que viajar a Nueva York, para poner en conocimiento de los abogados, la más que probable amenaza de denuncia que pesaba sobre nosotros. Sólo estaría en Nueva York unas cuantas horas. Me esperaba un viaje a Lisboa, vía Londres, con previo paso por Nueva York.
-Venga hombre, sólo uno -Acepté, aún a sabiendas que la mezcla con la cerveza podía ser explosiva. De repente me encontré diciendo en voz alta:
“Then I can finish the rest of the wine,
write poems ‘til I’m drunk again,
and when the afternoon breeze comes up
I’ll sleep until I see the moon”
-Lew Welch -contestaron mis amigos al unísono, sin la más mínima sombra de duda. Debo especificar que a esas alturas de la cena veía, dos mendigos delante de mí, al igual que dos islas de Alcatraz, idénticas flotando sobre la doble bahía.
-Sí, ¿cómo lo sabes?
-No me subestimes. Soy de San Francisco.

Se hizo un silencio. Sobra decir que no tenía la mente clara. Una bruma nocturna y densa se abría paso en dirección a las colinas de Sausalito, donde un proyecto inmobiliario, jamás saldría adelante. Después de todo nunca encontraron su cuerpo, pensé. De haber sobrevivido es muy posible que Lew Welch estuviera llevando la clase de vida de este hombre. Lejos de todo, obsequiándose con latas de cerveza para olvidar lo poco que quedara de olvidar. Sus edades además podían haber coincidido. Una persona también puede ser una botella con un mensaje dentro, arrojada a un río de rumbo incierto. Mensajes que rara vez llegan a su destino, el único lector verdaderamente imprescindible. Tal vez me tocaba a mí recogerla casualmente en mi red. ¿Cuál de los dos hombres es el real pensaba, mientras los veía gesticular delante de mí?

-Te has quedado muy callado. ¿En qué piensas?
-Nada. Pensamientos de ebrio -le contesté.
-Qué me vas a decir a mí -contestaron ambos.

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