LOS BAILARINES DE KRONVALDA (FRAGMENTOS)









Yo hacía más llevadera la demora con un artículo fascinante en un periódico inglés que encontré sobre la mesa. Es curioso, hasta en los momentos más desagradables, aparecen cosas capaces de devolvernos cierta calma. Conservo una colección más que considerable de artículos de periódico, algunos de los cuales se remontan a veinte años atrás. Así que no pude menos que arrancar aquel y guardármelo en el bolsillo de la chaqueta. Sigo pensando, aunque puede ser que esté en un error porque estos temas son casi siempre pura cuestión de interpretación, que aquel fue el único delito que cometí durante mi estancia en Helsinki. El artículo en cuestión hablaba de las vicisitudes de un soldado inglés durante la primera Guerra Mundial. Había luchado y sobrevivido a las peores batallas de 1914, Marne, Aisne, y finalmente Somme. Su método infalible para sobrevivir, consistía en refugiarse en los cráteres de explosiones anteriores, convencido de que agazapado en sus profundidades, las posibilidades corrían enteramente a su favor y que el azar, aunque limitado por las leyes probabilísticas, terminaría librándole de la muerte que le perseguía. Angustiado por la falta de noticias de su mujer y su hija, aparentemente el correo había dejado de circular, escribió una carta conmovedora que introdujo en una botella de Champagne y arrojó al cauce del Somme, casi en su desembocadura donde el río se vuelve lento y profundo, capaz de todos los transportes. La carta hablaba de la ausencia insufrible que le embargaba, de la muerte que trataba de burlar en los intensos bombardeos con la cabeza oculta bajo el casco en lo profundo de los cráteres formados por explosiones demasiado recientes, de sus camaradas que habían corrido peor suerte, tratando de ganar o de no perder, unos cuantos metros de trincheras, pero sobre todo hablaba de aquella hija que había dejado apenas gateando y que ahora debía estar balbuceando las primeras palabras, palabras que él nunca llegaría a escuchar porque una bomba terminó impactando justo en el cráter donde se había refugiado, convirtiéndolo en un amasijo de carne, sin oídos, sin voz, y sin memoria.

Pero la carta continuó su rumbo impredecible, por el Canal de la Mancha y mucho más allá. Pudo haber estado, según esos verdaderos interpretes del azar que son los expertos en corrientes marinas, en las lejanas aguas de Islandia o dormida y latente en algún fiordo remoto de Noruega, para ser luego arrastrada por, Dios sabe que marea benévola, hasta las costas de Irlanda del Norte, donde un pescador anónimo la encontró sujeta a sus redes y la llevó a las autoridades del Ministerio de Defensa, ochenta y cuatro años después de ser escrita, cuando la única persona que todavía podía leerla, con la insustituible emoción de quien se siente el único lector verdaderamente necesario, era la hija huérfana de aquella niña que balbuceaba, aquella niña que había crecido acumulando las miles de palabras que los humanos acumulamos en el transcurso de nuestra existencia, y que si llegaran a considerarse en toda la extensión de la vida y se unieran a las palabras pronunciadas por otros millones de seres, pasados o contemporáneos, serían probablemente suficientes para explicar todos los misterios del mundo. Ninguna de las palabras de aquella niña pudo ser escuchada por aquel soldado, que era su padre, cuyo cuerpo nunca fue recuperado de aquel trozo de suelo doblemente herido por el azar.

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