EL EXTRAÑO CABARET DE KURT GERRON




© Miguel Ruiz Trigueros

El hombre que espera en el andén no lleva un billete de vuelta en su bolsillo. A decir verdad no porta ningún documento. Sabe que deberá abordar el tren, sabe que es inevitable que dentro de unos minutos ponga el pie en el estribo, ayudarse con las manos en las barras de la puerta porque su cuerpo, a pesar de todo sigue siendo enorme, el cuerpo de un niño gigantesco, como no han dudado en calificarlo. En esta que es sin duda alguna su última representación, no está dispuesto a volver ni un solo instante la vista hacia atrás. A decir verdad, lo único que parece haberle interesado es un equipaje sin dueño que alguien ha debido olvidar. Nadie se acerca a la desvencijada maleta de cartón y eso le desconcierta. Hay a su alrededor miradas de recelo: -“¿Cómo has podido hacer esto?”-parecen decirle- “convertirnos a todos en actores de una farsa”. Otros en el andén se muestran más condescendientes, incluso comprensivos: -“Yo habría hecho lo mismo en tu lugar y al menos mientras ha durado la comedia hemos comido”- Él ignora a unos y a otros. La maleta de cartón sigue allí sin nadie que la recoja y es lo único que parece importarle. Un rústico equipaje sin dueño. Casi sin darse cuenta empieza a silbar muy quedamente la canción que le hizo famoso en los escenarios “Mack the Nife”. Corrían los años veinte. Aquella primera actuación le lanzó a la fama en la época de entreguerras. Desconocía que en el destino del tren que ahora esperaba le obligarían a cantarla una vez más poco antes del desenlace final. Luego vino “El ángel azul” (Von Sternberg, 1930) aquel maravilloso melodrama al lado de una joven Marlen Dietrich. Ella interpretaba una alocada cabaretera que aun no entonaba nostálgica el “Lili Marlen”, él estuvo inigualable en el papel del mago Kiepert. Un mago ¿No lo fue hasta el final de su vida sacando de la chistera una realidad inexistente? La maleta seguía allí sin nadie se ocupase de ella.

No era lo usual, pero el tren parecía haberse atrasado, circunstancia poco frecuente dentro de un sistema que presumía de puntualidad y eficacia absoluta. ¿Pensó en ese momento aquel hombre corpulento que había sido una colosal temeridad quedarse en Europa?. Después de todo cuando su cabaret fue clausurado por las autoridades berlinesas, ciertos amigos le ofrecieron viajar a Hollywood y continuar allí su carrera, él declino la oferta por dos razones aparentemente ilógicas: Sabía que su físico no se ajustaba a las demandas de la farándula americana y no estaba dispuesto a aceptar papeles de segundón; además sólo accedería a trasladarse a los Estados Unidos si viajaba en primera clase como correspondía a alguien de su genio, pero tal privilegio no constaba en la oferta misericordiosa que le hubiese salvado ¿Orgullo?. Se quedó en Europa, alejándose tanto como le fue posible del furor antisemita. No llegó demasiado lejos. Un tiempo en París, otro en Viena hasta instalarse finalmente en Ámsterdam.

El hombre o el niño que dicen que nunca dejó de ser, esperaba en el andén justo al lado de la maleta abandonada que seguía efectivamente allí como un recordatorio de su último trabajo cinematográfico. Los días en Holanda pasaron fugazmente por sus pensamientos. Recordaba haber sido capaz, partiendo de cero, de volver a construirse una reputación. Allí había sido bien recibido, filmó tres películas e incluso llegó a ser director del “Hollandse Schouwburg” un teatro municipal donde pudo dar rienda suelta a su gran pasión, el Cabaret. Con cuanta angustia debió enterarse por aquellos días al leer los periódicos o escuchar los partes de la BBC, de la invasión de Austria y Polonia, de la inminente marcha de la “Blitzkrieg” hacia Francia y los Países Bajos. Semanas después cuando ya las tropas de su país habían ocupado Holanda escuchó en una cafetería del Dam que la resistencia holandesa planeaba dinamitar los poldarks para inundar grandes extensiones del territorio holandés con el propósito de que no fuese utilizado por el ejército invasor. Pensó que aquello era excesivo, que no existía patriotismo que fuese tan importante como para llegar a destruir lo que había sido construido con tanto esfuerzo, que el fruto del trabajo bien hecho es a fin de cuentas lo único verdaderamente fundamental. A ello pensaba dedicarse aquella noche en su teatro, tratando de apartar de su mente las amenazas inminentes. El mago debía sacar otra vez un conejo de la chistera, seguramente estaba convencido de que el arte no admite ningún tipo de concesiones. No le fue posible. Aquella noche fue la segunda vez (la primera fue en Berlín) que le clausuraron el espectáculo.

En el andén de la estación de Theresienstadt el hombre corpulento escuchaba ahora el silbido del tren que se acercaba desde Praga con dirección al este. No llevaba billete. No lo necesitaba. Los rostros que le acompañaban parecían exigir respuestas. -“¿Por qué lo hiciste? –le interrogaban- ¿Por qué te prestaste a la farsa de los verdugos?” -Él no contestaba, o quizá si lo hacía, pero no a los rostros escrutantes sino a él mismo carente también de respuestas: -“Porque si hacía un mundo perfecto con las cenizas del infierno mi vida volvería a tener sentido” -se respondió a sí mismo o respondió a los otros sin que nadie llegara a escucharlo.

El campo se encontraba en la pequeña ciudad de Theresienstadt, una fortaleza a cincuenta kilómetros de Praga, edificada a finales del siglo XVIII por José II y llamada así en honor de su madre María Teresa. Son difíciles de explicar las razones por las cuales los alemanes decidieron hacer de aquel campo de concentración una comunidad judía autoadministrada, y es posible que los motivos hayan sido puramente económicos. Lo cierto es que el campo fue recogiendo desde 1939 hasta 1944, artistas, científicos e intelectuales, un acervo cultural del que quizá, a pesar de todo no convenía deshacerse. Theresienstadt no se diferenciaba de otros campos de concentración en lo esencial es decir, el hambre y las carestías de todo signo, el miedo, la muerte y el tifus estaban siempre presentes, pero dentro de sus muros el gueto disfrutaba de una vida cultural imposible de encontrar en otros sitios semejantes. Afirma Elisabeth Kubler-Ross que era frecuente encontrar en las paredes de los barracones de diversos campos de concentración dibujos de mariposas pintadas por niños y que por lo tanto la mariposa es un símbolo universal y espontáneo del anhelo de libertad. Es muy posible que los múltiples conciertos y obras teatrales representadas dentro de los muros de Theresienstadt hayan obedecido a este mismo principio: No era posible abolir el miedo y la muerte, pero el sonido de una flauta surcando el aire en primavera, o el de un chelo solitario en los crudos inviernos checos, era un signo inequívoco si no de libertad, al menos de esperanza.

Sin embargo, la suerte del campo de concentración tenía todavía que dar un dramático giro. En enero de 1944 la Cruz Roja Suiza, ante las noticias alarmantes sobre el destino de los judíos solicitó a las autoridades del Tercer Reich, la realización de una visita de inspección. Por aquellos días era cada vez más inevitable el desplome del nazismo y algunas autoridades del régimen empezaban a acariciar la posibilidad de una alianza con los países aliados para detener el avance del comunismo. La visita del Comité de la Cruz Roja, se constituía por lo tanto en una estupenda oportunidad para mostrar al mundo una cara distinta sobre el trato hacia las personas confinadas en campos o en guetos. Fue entonces cuando se inició la farsa. Theresienstadt fue escogido para la visita. La modificación de la realidad por un sucedáneo edulcorado es una prerrogativa de la propaganda; se transforman los hechos y se les otorga el rostro que se desea bien sea para eludir responsabilidades o para tranquilizar las conciencias. Durante las semanas previas a la visita de la Cruz Roja en el campo de concentración se organizó un inquietante montaje dirigido personalmente por el comandante del campo, Karl Rham quien no escatimó medios para que la función tuviese éxito, llegando incluso a deportar a personas famélicas o enfermas a otros campos de concentración para que no desmejoraran el idílico montaje. Los niños y las mujeres sembraron flores en los parterres de la antigua fortaleza, se acondicionó una pérgola donde los músicos interpretaban valses y polkas, las pobres despensas de las cocinas se vieron de repente repletas de alimentos. La puesta en escena no pudo ser más eficaz, el informe de la Cruz Roja, posiblemente porque lo que interesaba era acallar conciencias, fue favorable. El éxito propagandístico fue de tal magnitud que inmediatamente se pensó en hacer algo aun más impactante. Alguien sugirió la realización de una película que sería distribuida en los países aliados a través de Suiza. Para ello hacía falta un director.

-¿Por qué lo hiciste?-seguían preguntando inquisitivos los rostros que aguardaban en el andén. El hombre corpulento y silencioso no los oye. No los puede oír porque continúa ensimismado en el equipaje abandonado que definitivamente nadie parece haber recogido. De repente sin levantar la mirada empieza a desgranar una suerte de respuestas, es a sí mismo a quien las dirige pero piensa que le hubiese gustado gritarlas a la muchedumbre: “Porque deseaba darle una apariencia de normalidad a mi vida, porque necesitaba sobrevivir como diera lugar, porque no pensé que las cosas pudieran llegar hasta este punto, porque me apasiona mi trabajo, por que...”

El tren con destino a Auschwitz llegó con unos minutos de retraso. Debido a su corpulencia el mago fue el último en entrar. Aquella circunstancia le permitió ver por la mirilla el andén que se alejaba y la maleta de cartón desvencijada y solitaria que ya nadie se ocuparía de recoger.

Comentarios

  1. Dejó sus males, sus culpas, sus respuestas junto con la maleta de cartón desvencijada y solitaria...

    Me has dejado con un "¡ay!" en la boca, pegado a la maleta de cartón y a las respuestas que nadie, nadie, podía escuchar.

    Muy bueno el relato. En pie, te aplaudo una vez más.

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